Una de mis mayores ilusiones de pequeña era tener una gran colección de CDs que cubriera todos los géneros y llenara una estantería entera. La empecé con aproximadamente 12 años. El primer CD que compré fue un recopilatorio de los mayores éxitos de Michael Jackson, que había fallecido recientemente. Hoy ya tengo unos 30, y aunque no son muchos, me siento muy orgullosa cada vez que miro al rinconcito de mi estantería donde los guardo. Supongo que porque son míos. Evidentemente, no es este el caso de muchos otros.

En los últimos años ha caído en picado la demanda de CDs. La gente ya no los necesita, en internet se puede escuchar lo que se quiera. No me malinterpretéis, yo me paso el día poniendo música en el móvil, pero no he dejado de comprar discos. Es algo que me cambia completamente el ánimo. No sé que tendrá, pero hace que cualquier día que haya empezado con el pie izquierdo parezca un poco más derecho.

A mí la música no me suena igual si la escucho en Youtube o Spotify. Me falta la sensación de poseer una pequeña parte de ella, el sentimiento de pertenencia que viene cuando pasa de ser un archivo virtual en el ordenador a algo físico que guardas en tu habitación. Se convierte en un objeto personal. Se puede prestar y regalar; se tiene que cuidar.

Lo mismo pasa con los libros y los e-books, pero tengo la sensación de que ese es un debate mucho más extendido. La inmoralidad de obtener libros gratis en internet y todo aquello. Sin embargo, poca gente se queja ya de la descarga ilegal de música exceptuando a las productoras, distribuidoras y a los mismos artistas. Está asumido como algo cotidiano y normal, que todo el mundo hace. Me da pena, nos estamos conformando con disfrutar sólo de una parte de la experiencia musical, que realmente va mucho más allá del simple acto de escuchar.